A comienzos del mes de septiembre del año pasado sufrí lo que podría llamarse 'un mal paso'. Era un día laboral, un jueves de esos largos, llenos de reuniones virtuales propios de esta época incierta de pandemia. Había dejado olvidado mi celular en mi habitación y me encontraba en la cocina sirviéndome un café cuando el teléfono sonó. Con gran afán corrí a contestar creyendo que aquella llamada podría ser importante. ¡Cómo revaluaría después el concepto de importante! .
Apenas pasé el pasillo -en mi carrera-, sentí un tirón en la rodilla izquierda y una sensación de que algo allí adentro había quedado trabado. Atendí la llamada que aunque efectivamente era del trabajo, no era nada urgente y seguí con mi jornada laboral y mi rodilla resentida. Al caer la tarde la sentía pesada. Se veía algo hinchada y como llena de agua. Hacía ya unos años había tenido un derrame de líquido sinovial en esa misma articulación que me había costado una inmovilización con yeso desde la ingle hasta el tobillo por mes y medio. ¡Desesperante! Así que temiendo que se tratara de algo parecido, opté por seguir el tratamiento que me había funcionado en otras ocasiones: hielo local, calor, un gel desinflamatorio y una venda casera.
Pero esta vez no funcionó. Al día siguiente la inflamación era mayor y por miedo a que la rodilla que sentía adormecida me fallara, empecé a cojear. Pensé entonces que hacía falta algo más de hielo, de reposo y antiinflamatorios. Tampoco sirvieron. Por la noche mi rodilla parecía una guanabana, se veía además roja/morada, deforme y el dolor se tornó insoportable. Tanto, que accedí a que mi hija llamara a un servicio de atención médica domiciliaria para que me llevaran a un servicio de urgencias.
Me sacaron en una tabla de evacuación de esas plásticas y de color naranja que uno ve comúnmente apoyadas en paredes de oficinas y locales comerciales. Mientras me subieron y amarraron a esa tabla, llorando de dolor, solo rezaba para que el paramédico y el conductor de la ambulancia no se tropezaran por las escaleras de mi edificio al subirme al vehículo. Una camioneta que aunque equipada con insumos médicos, estaba bastante pobre en amortiguadores, así que cada hueco, desnivel o arrancada lo sentía directo en mi rodilla inflamada a punto de explotar. El camillero, debo reconocer, fue dulce y puso cada mano de lado y lado de mi rodilla protegiéndome del traqueteo interno de la ambulancia.
Llegamos a Urgencias de una prestigiosa Clínica del norte de la ciudad casi a la media noche, lo que sin duda fue una mala hora. Eso lo entendería al poco tiempo de ingresar. Tanto la ortopedista de turno como la residente de ortopedia estaban de pésimo humor, quizás mi llegada al filo de las 12 de la noche les interrumpió el descanso o simplemente detestaban recibir pacientes a esa hora. Al examinarme sin ninguna consideración ni dosis de empatía, la doctora preguntó qué me había pasado. La verdad el dolor era tan intenso que yo no podía ni hablar. Como pude le expliqué el incidente tonto del día anterior cuando corrí a contestar una llamada. También quise explicarle que hacía unos años me habían enyesado esa misma pierna porque se me había salido el líquido de la rodilla.
"El líquido no se sale, se derrama" me gritó la profesional interrumpiéndome mientras le decía a la residente "no tiene ni idea qué le pasó". Después de preguntarme con altanería que de 1 a 10 cuánto me dolía, me senté en la camilla, me quité el tapabocas y le dije fuerte 11. Allí me tomaron una radiografía, me aplicaron morfina y cuando estuvo lista la placa de rayos X volvió la ortopedista con su mala energía. Dijo que parecía haber un menisco roto. Me inmovilizó la pierna con un vendaje grueso y me dio salida con una orden para una resonancia magnética, analgésicos fuertes y una indicación de marcha con muletas.
Esa noche empecé a vivir en carne propia lo que es tener una limitación física. Abordar el taxi dando saltos en una sola pierna no fue fácil. Subir las escaleras de la entrada de mi edificio tampoco. Por fortuna estaba allí mi hijo para llevarme alzada en brazos. Todo lo más sencillo se volvió complicado. Vestirme, tender mi cama, ir al baño, ponerme la pijama, desplazarme hasta la sala. Los siguientes 15 días para bañarme, debía envolver la pierna en papel vinipel y luego en una bolsa plástica para evitar mojar el vendaje, luego con ayuda de mis hijos, me sentaba en un banco con la pierna afuera y así lograba ducharme.
Aprender a usar las muletas fue otro desafío. Duelen las axilas al comienzo por el apoyo del peso y aunque son de gran ayuda, cuando las usas no tienes las manos disponibles. Así que si quería ir por un simple vaso de agua o un tinto debía pedir ayuda para que me lo trajeran.
Hubo días de lágrimas, desespero, tristeza, rabia, e impotencia y otros más llevaderos. Eso en cuanto a lo que vivía dentro de mi apartamento. Por fuera, lidiaba otro proceso tortuoso: el de paciente versus el sistema de salud colombiano.
Solicité la resonancia magnética a través de mi EPS. Al fin y al cabo mensualmente me descontaban de mi salario una buena suma de aportes a salud y además pago un plan complementario. El examen lo autorizaron casi dos semanas después del incidente y ya con los resultados, pedí una consulta con un ortopedista adscrito a la EPS. Ese día solo llevé el CD con las imágenes del examen pues el reporte escrito lo mandarían a mi correo cinco días después. El doctor con apellido de fraile apenas saludó. Hablaba mirando la pantalla mientras escribía en su viejo ordenador. Le entregué el cedé con el resultado de la resonancia y tardó un buen rato revisando las imágenes sin mediar palabra ni mirada con su paciente. Abrió su boca y dijo: "no tengo muy buena resolución en esta pantalla pero por lo que puedo ver no creo que haya ruptura de meniscos ni nada que operar". Así que decidió retirarme el vendaje y me ordenó 10 sesiones de terapia física, paños de agua tibia (literal) y más analgésicos.
Pasado un mes, y terminadas las terapias - todas sedativas pues la hinchazón nunca cedió- y donde solo me ponían hielo, calor y electroestimulación, consulté por recomendación de un buen amigo un ortopedista particular especialista en rodilla. Más me demoré yo en acomodar mis muletas y en subirme a la camilla de su consultorio que el experto con apellido de expresidente en revisar el informe de la resonancia y darme su diagnóstico. "Está roto el menisco y toca operar". Con ese concepto en mano empecé a batallar entonces para que la EPS me autorizara un cambio de ortopedista pues el que me veía, con nombre de religioso, llevaba un mes tratándome a punta de hielo y compresas tibias. Adicionalmente, durante la cita de control a la que asistí con una falda larga para facilitar la revisión, el doctor me hizo sentir incómoda al examinarme y pasar sutilmente su mano de mi rodilla a la entrepierna. Desde entonces no volví a consulta en falda y lo llamamos con mi hija el doctor "tocón".
Esta batalla incluía largas jornadas de espera para que contestaran el teléfono de la IPS, así como los correos y respuestas de la EPS. Implicó también elevar una queja ante la Superintendencia de Salud, mientras los días corrían y yo seguía incapacitada reclamando mi derecho a la atención desde mi cama.
Finalmente autorizaron el cambio de ortopedista. Ya no me vería más el de apellido de fraile sino su vecino de consultorio. Un doctor alto y mayor, seguramente muy sabio pero con cara de cansancio. Tan pronto llegué a la cita me reclamó qué hacía allí si era paciente de su colega (el tocón con nombre religioso). Le expliqué que había pedido otro concepto, pues llevaba más de un mes con una lesión en la rodilla que seguía igual de hinchada, sin poder caminar y que tenía el diagnóstico de un particular que decía que procedía una cirugía.
Al hombre la cara de cansancio se le transformó en desprecio. Se notó que no le gustó nada que cuestionara a su colega y que además llevara un diagnóstico de un particular. Me hizo entonces pasar a examinarme y con grosería y algo de brusquedad pretendía que doblara la rodilla hasta mi barbilla, movimiento que claramente no podía hacer. "Dóblela, afloje, no se va a dejar examinar, no colabora" me gritaba. Hasta que le reclamé "¿doctor usted encima me va a regañar?". Se sentó en su escritorio y se concentró en su pantalla, yo rezando entre tanto para que me autorizara la cirugía. Muerta de susto de que este ogro con bata blanca me volviera a alzar la voz le dije "este es el concepto del doctor particular, (el de nombre de expresidente). Y eso fue mágico, el ogro se dignó a mirarme y recibió el papel, lo leyó y me dijo " Solo porque conozco a este doctor se la autorizo". Y así, logré que me autorizaran la cirugía. ¡Luchado!
Pero no estaba ni cerca de mi meta. La autorización de la cirugía no significa la programación. Antes, hay que realizarse una serie de exámenes clínicos y de laboratorio, previos a la intervención. Otras casi tres semanas esperando las autorizaciones, las citas y resultados de estos exámenes. Cuando tuviera todo, debía entonces llamar a la IPS para programar una valoración por anestesia. Terminados todos estos trámites se entra a una lista de espera y debía esperar a que me llamaran a avisar la fecha de la cirugía.
Pasaron otros 10 días y la llamada nunca se dio. Llamé entonces yo a la IPS a consultar la fecha aproximada y me pidieron "paciencia" (más) pues el doctor que me iba a operar estaba incapacitado y tenía las cirugías represadas. Esperé un par de días y volví a pedir una cita de control con la única intención de averiguar o lograr que me programaran. Ese día me aguanté otro regaño del doctor quien me aclaró que lo de la fecha no era con él sino con el área de enfermería. Me quedé ahí en la sala de espera hasta que la enfermera jefe que estaba fuera de la clínica volvió y le dije con determinación que el doctor me acababa de pedir que le indicara que debían programarme ya y así fue. Logré que me abrieran un cupo y me enlistaran para la siguiente semana.
Otro jueves, casi tres meses después del desgarro del menisco me hicieron la cirugía de la rodilla finalmente. Y volví a empezar. Otra vez el vendaje, el plástico y el banquito para bañarme sentada, las muletas, las terapias, la ayuda para todo, pero con avances más notables. Sé perfectamente que esta experiencia aunque limitante no es nada al compararse con tantas enfermedades o dolencias graves que enfrentan miles de pacientes en Colombia. Más aún hoy, en medio de esta insólita y cruel pandemia. Solo llamo la atención sobre la triste realidad de nuestro sistema de salud, donde los enfermos además de enfermos, nos vemos indefensos, desprotegidos y suplicantes ante las Entidades Promotoras de Salud y los médicos y personal del sector, quizás con razón, cansados, irritables e indolentes .
Ya pasaron cuatro meses desde que todo empezó y ya dejé las muletas. Aún necesito apoyo para subir y bajar escaleras. El banquito salió por fin de mi ducha. Camino lento, pero sola. Volví al parque, al supermercado y a acompañar a mis hijos a pasear a nuestra perrita Fiona. Eso, entiendo ahora, es lo verdaderamente 'importante'.
1 Comentarios
Que tristeza, asi es lamentablemente la realidad en que vivimos, pero la culpa es de nosotros que seguimos como ovejas a su pastor todas las irregularidades a las que nos someten estos sistemas de control y manipulacion.
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