Acudo a mi memoria ahora que se rumora que la suya se está perdiendo. Acudo a los recuerdos maravillosos de aquellos años en los que tuve el privilegio de conocerlo y disfrutar por ratos de su presencia.

Debo aceptar que en buena parte gracias a él, y a su arriesgada disposición, logramos un grupo de inexpertos reporteros iniciar nuestra carrera profesional en QAP el noticiero de televisión más exitoso de los 90 en este país, del cual era socio.

Se obstinó en convencer a las directoras de que la planta de periodistas que debían contratar para integrar la redacción del naciente noticiero debía ser gente "sin mañas", para formarlos, lo que realmente fue un acto de tremenda osadía.

De él fue también la idea de que pusieran un aviso clasificado en el periódico para hacer el llamado a los novatos "ganosos" que planeaban contratar. Y así, gracias a su loca y arriesgada idea y luego claro de pasar por múltiples pruebas y entrevistas lograron filtrar ellos su equipo y nosotros coronar nuestra entrada a esa redacción que nos abrió las puertas al periodismo.



Otro de los criterios que después de conocerlo supimos pesaron para Gabo al opinar sobre la selección de los periodistas, fue sin duda la procedencia de los reporteros. Así, arrancamos dos barranquilleras, una cienaguera, una cuasi cartagenera y otros compañeros de provincia. Capitalinos, solo dos. Un montón de principiantes a punto de graduarnos comandados por una sola periodista con cancha y experiencia, Gloria Congote, que nos soportaba con una mirada que era una mezcla de asco y pavor.

El primer día que lo vimos entrar al estudio donde funcionaba nuestra sala de redacción no lo podíamos creer. Llegó vestido con una chaqueta de paño a cuadros, botines de cuero y pañoleta de seda al cuello. Sonriente y encantador con todo el equipo que no sabía bien cómo reaccionar ante su presencia. Sentíamos una conjugación de reverencia, emoción y respeto. Pese a su conocida y quizás bien ganada fama de petulante, con nosotros se mostró siempre cálido y cercano. Parecía disfrutar estar entre reporteros y era como si jugara a sentirse uno más, queriendo despojarse por un rato de su condición de Nobel de Literatura.

Verlo ahí sentado entre nosotros, leyendo nuestras cuartillas y comentando las noticias del día era sin duda al menos para mí, una aprendiz de reportera política, una escena del más puro realismo mágico. En principio no sabíamos cómo dirigirnos a él, si con un confianzudo "Gabo", o un reverente "Maestro"; él se encargó de aclararnos que prefería que lo llamaran Gabriel. En lo personal, nunca pude.

De aquellos primeros días de ensayos, en los que hacíamos noticieros "en seco", es decir sin salir realmente al aire, pero como si lo hiciéramos, recuerdo que nos sugirió escribir corto y directo. Y en secreto, a las costeñas, a quienes las directoras nos tenían en curso intensivo de locución para neutralizarnos el acelere al hablar, nos hizo una recomendación inolvidable: "no pierdan el acento".

Después, sus visitas escasearon y fueron contadas las veces que disfrutamos de su presencia en el noticiero. Eso sí, todos en la redacción vivíamos preparados con uno de sus libros en nuestros escritorios por si aparecía, hacérnoslo autografiar. Es cierta su costumbre de solo estampar su firma sobre libros, nunca en una hoja de papel.

De eso pude dar fe en una ocasión que me acompañó -aunque suene pretencioso- al aeropuerto El Dorado a hacer una entrevista, y un niño de unos 10 años se le acercó tembloroso con hojita en mano a rogarle un autógrafo. Sin conmoverse le dijo, "no, yo no firmó hojas, consíguete cualquier libro y te lo doy". El pequeño se fue más tembloroso y pálido de lo que llegó, pero al rato volvió con un directorio pequeño de páginas amarillas, que consiguió al final se lo firmara.

La entrevista a la que me acompañó el Nobel es precisamente uno de los recuerdos que mejor atesoro en mi memoria. Fue en marzo de 1995. Estaba de visita en Bogotá su amigo el ex ministro de cultura francés Jack Lang y por casualidades del destino, yo que permanecía más en el Congreso que en la redacción por cuenta de la fuente política que cubría, me encontraba aquella tarde disponible en el noticiero. Cuando me llamaron "las Marías", mis directoras por el altavoz para que subiera al 5 piso donde funcionaba la Dirección, todo me imaginé menos que me asignarían ir a entrevistar a este personaje que poco o nada conocía, y peor aún, acompañada de Gabo.

Media hora más tarde íbamos rumbo al aeropuerto en una de las camioneticas blancas habilitadas para el transporte de los periodistas de QAP, el camarógrafo, su asistente, García Márquez y la versión más intimidada de mí misma. Apenas si alcancé a leer en la prensa el motivo de la visita de Lang, y algunos datos sobre su trayectoria. Había venido invitado por el mismo Gabo al Festival de cine en Cartagena. En el camino a El Dorado, Gabo me contó que eran viejos amigos, que había estado al frente del Ministerio de Cultura por más de 10 años y venía al país a ver cine latinoamericano.

La verdad yo estaba confiada en que Gabo, consciente de mi escasa preparación en el tema cultural, guiaría la entrevista con su amigo, y los nervios que sentía al comienzo se disiparon rápidamente por la conmoción que causó su presencia en el aeropuerto. Por supuesto, para la gente ver desfilar depronto a García Márquez y a un equipo de cámaras de televisión por el muelle internacional fue toda una novedad. Muchas personas se acercaron para verlo, y solicitarle un autógrafo, entre ellos el niñito del cuento del directorio.

Cuando salió Jack Lang, se saludaron calurosamente y nosotros grabábamos el encuentro. Depronto, Gabo se voltió y me ha dicho con toda tranquilidad: "Tú pregunta lo que quieras, que yo apenas soy tu traductor". Y así fue. En segundos tuve que organizar mis ideas y lanzar las preguntas más inteligentes que se me ocurrieron. El Nobel, no me corrigió ni me sugirió ninguna. Cumplió al pie de la letra su papel de traductor, y al final, yo lo amé más que nunca por haber sido tan respetuoso de mi esfuerzo.

La última vez que lo tuvimos en el noticiero fue en 1997, el año en que sabíamos no iba más QAP por decisión de los socios, forzada por el gobierno de Samper. Nos invitó a toda la redacción a departir en el restaurante La Estancia Chica donde fue acompañado de su esposa Mercedes y compartió con todos un generoso y divertido almuerzo.

Ese es el Gabo que conocí, y tuvimos la suerte de medio palpar quienes formamos parte de esa maravillosa escuela de periodismo que fue QAP Noticias. Una aparición viviente, una faceta amable del genio endiosado y odiado por muchos. Y más allá de la admiración que produce su brillante obra, un hombre al que recordaré siempre con una sonrisa, y del que valoro su esfuerzo constante al menos ante nosotros, por pretender no ser pretencioso, teniendo todo de qué.