Tenía aspecto de abuelito. Unos 70 años, bien vestido, de traje de paño gris, corbata color berenjena y los zapatos bien lustrados. El señor estaba sentado en la primera fila del bus articulado y yo conseguí ubicarme de pie justo al frente de él. Sacó su celular del bolsillo del saco y llamó mi atención ver que con el dedo índice hacía círculos en el aire sobre la pantalla de su celular. Le tomó unos minutos buscar y decidir cuál aplicación abrir en su móvil. Eso me despertó cierta ternura e imaginé: "igual le debe pasar a mi papá cada vez que quiere buscar una aplicación en su teléfono".
Terminó abriendo la carpeta de Descargas y un documento de word que se titulaba Cobros. El tamaño de la letra que utilizaba era lo bastante grande para que yo pudiera leer con total claridad desde arriba.
Había varios textos separados por una línea, el primero decía:
"
Señora se ha demorado mucho en pagar, tranquila que si usted no paga sus dos hijos pagan. La deuda ya va en 2 millones".
El segundo mensaje decía:
"
Es que usted ha mamado gallo, si quiere vamos a su casa y nos llevamos televisores, prendas, computadores y descontamos". En ese punto pensé "¡pobre hombre!", a lo mejor su esposa o su hija están siendo víctimas de prestamistas gota a gota; cuando para mi enorme sorpresa, el dulce abuelito empezó a modificar el texto y corrigió 2 millones por 3 millones y el "Señora" por "Vieja hp".
Sentí una mezcla de náuseas y horror. El hombre siguió bajando los mensajes y cada uno era peor que el otro. Amenazaban a la mujer con un lenguaje obsceno. Le hacían saber que conocían cómo vestía y donde quedaba su lugar de trabajo.
"
Si quiere mañana voy con dos amigos que acaban de salir de la cárcel y ya se imagina cómo están si estaban en la cárcel. Le descontamos si nos atiende bien, y después volvemos con más amigos".
Como pude me abrí paso entre la multitud del bus y me alejé de aquel pasajero ya con miedo y asco. El hombre se bajó unas cuadras después, pero mientras caminó hacia la puerta, le lancé una mirada intensa de desprecio que él sintió y me sostuvo desafiante hasta que abandonó el bus y se perdió en la noche fría con su alma negra, entre la gente.
Ese día por la mañana, en la misma ruta de bus que atraviesa toda la carrera séptima hasta el aeropuerto El Dorado, otra historia se había robado mi atención y supongo, la de todos los pasajeros que oímos aquel llanto doloroso. Un joven desconsolado hablaba por su teléfono primero con su mamá y luego con una prima con quienes comentaba que habían asesinado a su hermano. "
Parece que lo torturaron feo y tan feliz que estaba en su trabajo y con su hijito" decía fuerte entre sollozos. Iba a recoger a su mamá con rumbo a Soacha donde velarían a su hermano muerto. Me partió el corazón. Yo iba sentada unas sillas detrás de él y empecé a orar pidiendo al cielo consuelo por aquel muchacho con pinta de rapero principiante.
De regreso del aeropuerto, también a bordo del bus M86, se sentó a mi lado una señora con tapabocas y una tos seca y constante que habló durante 30 minutos con alguien a quien llamaba con dulzura "mi cielo". Toda su conversación la dedicó a animar a esa persona del otro lado de la línea, a quien habían diagnosticado con cáncer. Mi vecina de silla le repetía que era apenas un primer concepto médico y que debían consultar otros profesionales. Con paciencia y sobretodo gran optimismo, alentó la fe de aquella enferma, que al final me contó era su sobrina. "
Tu quédate tranquila, mi cielo, lo importante es mantenernos en oración que el Señor nos guía en el camino".
La razón por la que yo viajaba en bus ese martes de diciembre de un lado a otro de la ciudad, es que el día anterior había dejado olvidado mi morral con mi computador personal en la silla del avión que me trajo de Barranquilla a Bogotá. Mi descuido estaba motivado en que justo al aterrizar en la capital y encender mi celular, mi hija me había llamado a avisar que a mi hijo menor, junto a dos de sus amigos, los habían atracado y despojado de sus celulares. Del susto y nerviosismo salí afanada de la nave con mi otra maleta. Tan pronto llegué a la fila para tomar el taxi me percaté que no cargaba mi morral.
Esa noche lo di por perdido y lloré por sentirme desdichada. Al día siguiente, en el
call center de Equipajes extraviados de la aerolínea me avisaron que habían reportado un maletín con las características del mío, pero debía ir hasta allá para verificar y reclamarlo. En día de pico y placa el bus dual que recorre esa ruta al terminal aéreo es lo más rápido y práctico para llegar a El Dorado.
Por eso terminé montada en este bus, donde fui testigo de tantas historias duras y esas sí de gran desdicha. Por eso, para aprender que las cosas materiales se recuperan, pero un hermano muerto, una sobrina enferma y un alma oscura, no. Me sentí avergonzada con el cielo por quejarme de mis penas tan pequeñas al lado de aquellas. Finalmente di gracias porque una pasajera honesta devolvió mi morral intacto, porque mi familia me acompañó y consoló mientras di por perdido el maletín, y porque mi hijo, más allá del susto que pasó, estaba sano y en casa esperándome. Aquel fue un día largo y lleno de lecciones. Todas aprendidas, gracias a Dios.
0 Comentarios
Deja tu comentario