Hace poco una gran amiga me contaba que por el bien de su relación madre-hija y el de su propia salud mental, había decidido advertirle a su hija adolescente que nunca más quería volver a saber ni a opinar sobre su pelo.
La niña de 14 años estaba empeñada en hacerse su primera iluminación con tintura y su mamá - ya experimentada en los trajines de teñirse el pelo-, le había recomendado que no lo hiciera. Sin embargo, la joven insistió e insistió y obvio mi amiga como buena madre que es, la acompañó. Al final, la niña no quedó contenta, se amargó, se arrepintió y el tema se convirtió en motivo de discusión recurrente entre las dos. Por eso, después de pasearla por varios estilistas y dejarla medio conforme, la madre decidió cortar el tema del pelo con su hija de raíz.
Y es que es innegable que desde siempre y sin distingos de género, a hombres y mujeres por igual, el pelo nos infunde o nos resta fuerza y seguridad. De hecho, una compañera de oficina defiende la teoría de que no existe herramienta de conquista más poderosa que una buena sacudida de pelo. Resulta muy divertido ver cómo al acercarse alguien que le parece atractivo, rápidamente se suelta su pelo, se llena de confianza y lo bate de un lado a otro con coquetería. La verdad, debo dar fe de que la táctica le funciona.
No en vano se dice que el pelo es el marco de la cara, por eso las mujeres hoy invertimos tiempo y dinero en cuidarlo, tinturarlo, hidratarlo, cepillarlo, rizarlo y hasta plancharlo. Cada día sale al mercado mayor variedad de productos y tratamientos para todos los gustos y bolsillos. Hay quienes incluso pagan cifras descabelladas por comprar extensiones que lo hacen lucir más largo y abundante. De hecho, una extensión puede costar hoy entre 600 mil a 1’500.000 mil pesos dependiendo del largo y coposidad que aporten.
El pelo se ha vuelto tan valioso que incluso hace unos años fueron noticia varios casos en los que criminales, - tijera en mano-, atacaron varias jóvenes y mujeres en distintas ciudades del país con el único objetivo de cortarles su melena para luego venderla.
También, hay que decirlo, es el pelo el paganini de muchas situaciones humanas. El que quiere expresar rebeldía se lo rapa, se lo pinta o se lo enreda. No hay pelea entre mujeres, hermanos, o padres e hijos que no desencadene en una buena mechoneada, y no hay decisión tomada de “cambio de look” en la que el pelo no lleve del bulto.
En este tema los hombres no se quedan atrás, muchos sufren cuando aparecen las entradas o la calvicie incipiente y recurren a lociones, injertos, peluquines y hasta a estirarse las mechas de atrás para adelante - lo que se ve fatal- con tal de cubrir lo que el viento se llevó. En lo personal, creo que los que se rapan y asumen su falta de pelo con dignidad, lucen mucho mejor.
Ni qué decir de la dignidad que exhiben los valientes pacientes de cáncer que por efectos del tratamiento pierden su cabellera. Esos sí que nos dan a todos una lección de fortaleza y ante todo de despojo de vanidad. Nos recuerdan precisamente que lo más importante no es lo superficial sino lo que está detrás. Pero no es fácil eso de aprender a valorar más la esencia y no tanto la apariencia. Quizás para eso, nos falta aún como dicen por ahí, “mucho pelo pal moño”.
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