La primera vez que presencié un entierro tenía 9 años y despedimos a mi abuela paterna. Recuerdo el gran impacto que me causó el ver bajar lentamente el ataúd con el cuerpo de “mi abuelita” a un frío hueco en la tierra, y luego observar cómo lo cubrían a palazos ante la mirada y el llanto acongojado de los familiares.
Desde entonces, el entierro me parece un ritual largo, algo cruel y que imprime una dosis adicional al dolor que de por sí implica despedir a un ser querido. Por eso y por otras razones, decidí hace mucho tiempo que al momento de mi muerte me cremaran y di instrucciones precisas a mis hijos para que esparcieran mis cenizas en mi adorado mar de Sabanilla, Atlántico.
Pero resulta que, por la más reciente decisión de la Iglesia católica, de prohibir que las cenizas de los difuntos se puedan esparcir, dividir o mantener en casa, antes de morirme, (y después), ya estoy en pecado por desear que se cumpla mi última voluntad.
Según las instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el órgano del Vaticano encargado de regir sobre la doctrina católica, “las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia", o en algún lugar con "jurisdicción" eclesiástica, y agrega el documento publicado con la aprobación del Papa Francisco que "no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos".
Esta prohibición - en mi opinión absurda- llega justo en momentos en que la Iglesia en cabeza del carismático Papa Francisco, daba muestras de apertura, comprensión y modernización en algunas de sus posturas frente al manejo de distintos temas como el trato hacia los homosexuales, divorciados o quienes conviven en unión civil.
Esta prohibición - en mi opinión absurda- llega justo en momentos en que la Iglesia en cabeza del carismático Papa Francisco, daba muestras de apertura, comprensión y modernización en algunas de sus posturas frente al manejo de distintos temas como el trato hacia los homosexuales, divorciados o quienes conviven en unión civil.
El argumento más fuerte de la prohibición del Vaticano sobre la disposición final de las cenizas es que mantenerlas en un cementerio o lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de privar a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares, evitando así mismo “el olvido, falta de respeto y malos tratos, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas”.
Creo que el recuerdo y la oración de los familiares hacia sus muertos se garantiza por los lazos construidos en vida, las buenas acciones y momentos compartidos, y no por donde queden guardadas sus cenizas, que finalmente no son más que en lo que queda reducido el cuerpo, el polvo en el que nos convertimos.
Así las cosas, lamento desde ya esta condena anticipada a trascender en pecado por cuenta de mi última voluntad. Porque definitivamente sigo deseando que me cremen y lancen al mar. Me rehúso a quedar confinada en un frío y lúgubre cementerio, y sobre todo a ocasionarle gastos post mortem a mi familia por mantenimiento de un cenizario a perpetuidad y la obligación de ir a visitar mi polvo. Acudiré desde ahora a mi línea directa con mi Dios que tanto quiero. para pedirle me perdone a mí y a mis hijos por desobedecer al Vaticano y dar cumplimiento a mi última voluntad.
0 Comentarios
Deja tu comentario