En un mundo ideal lo más justo sería que todos pudiéramos decidir sobre aquello que nos va a identificar por el resto de nuestras vidas y hasta después de la muerte, porque es lo único que finalmente queda a la vista en nuestras lápidas.

Yo soy de esas personas a las que no les gusta su nombre. Claro, después de 46 años de llevarlo encima me he ido acostumbrando a él, pero todavía cuando lo pronuncio, y me presento, siento como que no tiene nada qué ver conmigo, que no se parece a mí, ni me identifica.

La verdad, conozco a muchas personas que les pasa lo mismo, pero buena parte de ellas, resuelve su inconformidad, adoptando su segundo nombre. Lamentablemente ese tampoco es mi caso. mi segundo nombre sí que menos me suena a mí; jamás me lo hubiera puesto.
Así, el primero me parece raro; el segundo, ajeno; y el compuesto, demasiado largo. 

Entonces me resigné, en mi diario vivir, a presentarme con el nombre corto y raro, y uso el compuesto para firmar todo aquello que dejo por escrito, y de esta forma honrar a mi madre que le fascina. De hecho, ella me llama “Mile”.

El tema ha sido materia de discusión familiar. Cada vez que nos atrevemos a hacer el reclamo o mencionar el asunto en casa, mi padre reacciona furibundo y alega - con razón- que ese era un tema del resorte exclusivo de él y mi mamá y no admite críticas.

Pero es que, la verdad, ¿qué puedo pedir en una casa donde a todas las hijas nos llamaron con un nombre que comienza con I? A mí me tocó el más rarito. Mi hermana mayor se llama Ivonne y la segunda, Ivette. Hasta ahí –cuentan mis papás– escogieron a conciencia porque les gustaban esos dos nombres de artistas francesas.

Luego llegó otra mujer, y en ese momento –lo confiesan– “empezaron el desorden” y se inventaron el nombre de Iviana. Por último llegué yo, y a falta de imaginación, o más bien por exceso de ella, me bautizaron Ilse. Ah, un detalle adicional, mi mamá se llama Inés.
Le he echado cabeza al tema y tampoco sé cuál nombre me encajaría. Sin embargo, si de llamarse con I se trataba, bien podría haber sido Isabel. Digo yo.

Ilse es un nombre de origen alemán o común en tierras germánicas –según me dijo un día el exministro Rudolf Hommes–, pero acá, en nuestras latitudes, poco lo conocen y entienden. 

A pesar de ser corto, sencillo y de apenas cuatro letras, genera todo tipo de confusiones: Elsi, Ilsa, Lisa, Lise, Isle, Elisa, Irse, Emilse, son algunos de los cambios más frecuentes que me hacen a diario; hasta “Iglesia” me llegaron a llamar un día en un café.

Con decirles que ni mi abuelita, que murió cuando yo tenía 9 años de edad, nunca pudo con mi nombre y siempre me llamó Ilsi, lo que me hacía sentir aún más incómoda.

Cambio de nombre ¿sí o no?
Por supuesto, y lo admito, hay casos realmente más complicados que el mío, originados por padres mucho más creativos. Y cuando conozco alguno de esos, me doy por bien servida. Porque en el fondo no creo que mi nombre sea del todo feo, sino como que ‘no me pega’.

Grave, por ejemplo, el caso de una joven que, supe de fuente cercana, la bautizaron Lux Pepsi o el de otra a quien, me consta, la llamaron Usnavy Marina. Agradezco por eso que a mis padres no les hubiera dado por recordar a mi abuela materna y me llamaran Gertrudis. Lo que sí hicieron con mi único hermano a quien le dieron el mismo nombre de mi padre y abuelo: Rafael Arcángel.

No es pues entonces ésta una cuestión de poca monta, porque es que el nombre sí lo marca a uno para toda la vida. Por eso, a la hora de escoger y decidir, los padres deberían tomárselo muy en serio y no salir del asunto con un nombre que les parezca a ellos divertido, original o diferente, porque es que definitivamente no son ellos los que lo llevarán por el resto de sus días, ¡sino sus hijos!

A pesar de todo, yo jamás he pensado en cambiarme el nombre, aunque sí puedo. Según el decreto 999 de 1988 en su artículo 6, cualquier colombiano puede cambiarse el nombre hasta por una sola vez. El trámite no es muy complicado. Solo hay que ir a una notaría o consulado hacer una escritura pública con la solicitud de sustitución y luego acudir a la Registraduría a solicitar el cambio en el registro civil y luego en la cédula.

Pero muchos colombianos sí lo han hecho, en los últimos 10 años más de 22 mil personas acudieron a ese procedimiento en la Registraduría Nacional, y Bogotá, Cali y Barranquilla son las ciudades en las que más se recurre a este trámite.

Así que no somos pocos los inconformes con este tema, por eso a la hora de bautizar a mis hijos lo pensé muy bien y escogimos para ellos un solo nombre para no complicarlos, y unos normalitos para no mortificarlos. Sara y Samuel viven encantados de la vida y creo que eso es clave porque insisto, eso de llamarse como a uno no le gusta, eso, no tiene nombre.