Una de las series televisadas que más impactó mi niñez fue Raíces. Basada en la novela de Alex Haley, y ganadora del premio Pulitzer, mostraba de manera descarnada el drama de la esclavitud, contado desde el punto de vista de las víctimas, de los esclavos. En especial, ahondaba en la historia de Kunta Kinte, un joven negro proveniente de Gambia, quien fue vendido luego a un terrateniente en Virginia.

Inolvidable por su crueldad, la escena en que este joven es cazado como un animal con una red, mientras corría libre por los paisajes africanos. Imborrable también, el brutal castigo que sufrió cuando le cortan parte de su pie, tras varios intentos de fuga. Ejemplarizante su convicción de saberse libre y su lucha por no renunciar a su hermoso y sonoro nombre original, por el sonso Toby que pretendía imponerle su amo.

Recuerdo bien que esta serie me provocó muchas lágrimas, y fue de alguna forma para mí un despertar de esa inocencia esencial en los niños, y un descubrir ante la maldad humana. Me parecía increíble todo lo que rodeaba la esclavitud y que por el simple color de la piel, algunos se creyeran con el derecho de `comprar` personas para someterlas a su servicio y maltratos.


Por esa época cuando la emitieron en Colombia, yo tendría unos 10 años y pasaba la mayor y más divertida parte de mi tiempo libre con las `muchachas` o empleadas del servicio de mi casa. Eran buenas cómplices. Con ellas y en su cuartito, ubicado lejos del área social y muy cerca de la cocina, veía televisión por las noches, mientras me pintaba las uñas con sus esmaltes de colores chillones. Me gustaba ver cómo decoraban las estrechas paredes de su habitación con afiches y recortes de fotos y revistas de sus cantantes favoritos, espejitos diminutos, almanaques y fotos de sus seres queridos. Me encantaba oírles sus historias de la vida en los pueblos y sobretodo, los cuentos de espanto y apariciones del diablo que tenían por montones.

Lo cierto es que mi mamá tenía, como le decía mi papá medio en serio, medio en chanza, su vena de `negrera‘ pues era a veces muy estricta con estas mujeres que ayudaban en la casa con la limpieza, la cocina, la planchada y la lavada de la ropa. Varias cosas de su trato me ofendían. Recuerdo que les tenía un juego de vasos, cubiertos, platos y pocillos sólo para su uso exclusivo, como si al tomar en los vasos de vidrio y comer en la vajilla de nosotros nos pudieran contaminar con algo. Me moría de la pena y de un susto raro que aceleraba mi corazón cuando decidía requisarlas en sus ausencias a la tienda, y su tono de generala cuando les fijaba la fecha y horario en la que debían regresar tras sus salidas de descanso.

Sentía pena ajena por todo cuanto envolvía esa relación con las mujeres que hacían todo lo que a nadie más le gustaba hacer. Todavía hoy al tratar con mi propia empleada que me ayuda por horas en mi casa, pienso y busco las mejores palabras para darle una instrucción y me esfuerzo porque se sienta bien y a gusto –en la medida de lo posible- con sus oficios.

Pues con el paso del tiempo, me di cuenta de que mi mamá era una mansa paloma en su trato con estas mujeres cuando conocí otras mamás o `patronas` en las casas de mis amigas. Recuerdo una señora que las mandaba a bañarse y a lavarse las manos de manera despectiva y compulsiva. Quizás la más increíble fue la abuelita de una gran amiga que vivía en Buenaventura, y conservaba un par de negritas a su servicio, que obligaba –pese a nuestra negativa - a echarnos “fresco” batiendo con sus manos unos cartones, mientras tomábamos el almuerzo, bastante incómodas por cierto.

Sin duda en las ciudades de la costa atlántica y cercanas a la del pacífico se vivió de manera más intensa la crueldad de la esclavitud y sus rezagos se mantienen por eso más arraigados allí. Eso lo pude comprobar con tristeza una vez más en Barranquilla y Cartagena en un reciente y fallido intento por volver a mis raíces y a mi tierra natal.

Me impresionaron las edades tan cortas de algunas niñas que llegan de los pueblos de Bolívar, Sucre, Magdalena o Atlántico a internarse como domésticas en exclusivas casas de Barranquilla. Impactante también conocer que ahora además de la señora de la limpieza, la cocina, y el arreglo de la ropa, existen las “nanas” como llaman a las niñeras de los hijos más pequeños de las familias más pudientes. Ellas, se han convertido en sociedades arribistas como las de nuestra costa, en un `bien` más para ostentar.

Así, los fines de semana y todas las tardes en centros comerciales, clubes sociales, restaurantes y parques es fácil ver una mancha blanca que conforman los uniformes de estas mujeres, deslizándose detrás de los coches de los niños y los padres de estos pobres chiquitos, que ya ni siquiera los quieren cargar. Y vuelvo a lo de la mancha blanca pues es un dato clave de estos rezagos culturales que seguimos cargando. Las niñeras deben vestir de riguroso blanco de pies a cabeza, de blanco… ¿y por qué no de negro, o de rojo?.

Pero quizás las muestras más claras de los rastros del racismo que subsisten hoy, 157 años después de abolida la esclavitud en Colombia, las ví en un exclusivo club social de Barranquilla donde sin ningún pudor y al mejor estilo de un régimen segregacional se exhibe un cartel en el área de baños que señaliza el lugar para Hombres y Mujeres, junto a otro que dice: Niñeras. Como si fueran de otra especie. La otra muestra, la ví o mejor la viví en Cartagena en un lujoso edificio del sector de Boca Grande, donde existen dos ascensores, uno para el uso de los inquilinos y sus visitantes, y otro por donde suben y bajan los empleados del servicio. De este increíble detalle me enteré cuando uno de los propietarios, un señor cercano a los 70 años, vestido de guayabera blanca por supuesto, regañaba furioso al portero por haber permitido que una empleada osara subirse en el ascensor de “la gente de aquí”. La explicación del portero fue que el otro no estaba funcionando pero la respuesta tal vez era y los empleados qué son gente de otro planeta?

En momentos en los que el mundo entero celebra el ascenso a la presidencia del país más poderoso del planeta de un afrodescendiente, hijo de un keniano, va siendo hora de que por acá tomemos conciencia de esos rastros de la esclavitud que todavía arrastramos. Y romper esos pesados eslabones del racismo y el clasismo que nos hacen creer que alguien por tener menos, o ser más oscurito de piel, merece un trato distinto al que tiene derecho cualquier ser humano. Ya hay que dar ese paso en el camino a la civilización para ir cerrando la brecha de la desigualdad y construir sociedades más incluyentes.