Panchelita de mi amor



Este 14 de agosto es su segundo cumpleaños en el cielo y me envalentono a dedicarle estas letras sin saber si la nostalgia me permitirán acabarlas o expresarme bien. ¿Pero, cómo no escribir en esta ventana sobre su ausencia si ella está tan presente? 

Un día una gran amiga que perdió a su mamá a causa de un cancer me compartía reflexiones sobre su duelo y me decía que le albergaba una sensación desoladora de orfandad, una triste certeza de que ya nadie en el mundo le querría como lo hacía su madre y de que para nadie más resultaría ella realmente importante en este plano. De eso, hace ya muchos años, pero sus palabras y su descripción me quedaron grabadas pues pensé que así de irremediable debía sentirse la muerte de un ser querido.

Ahora que sigo transitando el duelo por la muerte de mi amiguita las comprendo y las comparto. 

La última vez que nos abrazamos las dos sabíamos perfectamente que era nuestra despedida. Ella me hizo prometerle que no me iba a "afligir tanto" y a veces creo que no le estoy cumpliendo, porque sí me aflijo y con frecuencia lloro su partida aun sin resignación. 

Me cuesta aceptar que ya no está a la distancia de un chat, de una llamada o de tomar un avión; de la necesidad de contarle cualquier proyecto, preocupación o compartirnos alegrías. 

Fuimos amigas desde los 13 años, y desde entonces y aunque ella era menor que yo unos meses, adoptó siempre hacia mí un amor protector. Me escuchaba con sinigual atención, me entendía, me ayudaba a buscar soluciones o respuestas, quería sanar mis tristezas, me alentaba, me recordaba mis logros -con frecuencia desapercibidos para mí-, me admiraba y disfrutaba como nadie de mis ocurrencias y locuras para hacerla siempre reir. Pero quizás, lo más impresionante de nuestra conexión es que mi amiga me sentía. Podíamos pasar días sin hablarnos pero si yo estaba triste o estresada ella aparecía fijo de la nada con un "¿Amiguita cómo estás?.

Nuestras charlas empezaron en el colegio en Barranquilla, junto a otro grupo de amigas, hermanas de la vida con quienes fuimos y somos inseparables. En su cuarto, subidas en una litera, entre cuadernos, tareas e historias iniciamos una amistad sincera que se prolongó durante 40 años. Yo le ayudaba a veces con el inglés y ella me hacía todas las tareas de dibujo.

Pasamos juntas por las duras y las maduras. Ella fue madre temprano y a nuestros 18 - 19 años, en nuestra época de universidad, andábamos con un bebé a bordo caminando por Chapinero en Bogotá o Envigado en Antioquia. Para conseguir unos pesos de más -que siempre nos faltaban-, vendíamos la ropa que ya no nos poníamos en tiendas de ropa usada. Arrastrábamos unas bolsas más pesadas que nosotras, mientras llorábamos de la risa de ver la una a la otra con su bulto a cuestas.  

Recuerdos de las dos y míos sobre ella tengo tantos pero hoy quiero es exaltarla a ella. 

Una psicóloga y educadora increíble. Una mujer tenaz, valiente, capaz y resiliente, una madre dedicada y amorosa, una hija y hermana siempre atenta. Muerta del miedo pero repleta de amor, decidió avanzar con su primer embarazo sola sin apoyo del padre de su hijo cuando aún era una adolescente. Aplazó sus estudios mientras cuidaba a Andre en sus primeros años y aprendió a prepararle las sopas de pollo más ricas del mundo, que yo me terminaba. Apenas pudo, y siempre con el respaldo amoroso de su madre, padre y familia, se instaló en Bucaramanga donde terminó sus estudios de psicología y encontró al amor de su vida. 

Junto a él, en la "Ciudad Bonita" echó raíces. Allí nacieron sus amados hijos Jose Giuliano y su princesa Fiorella y despidió a Andrés Eduardo quien decidió adelantarse al paraíso, quebrando su corazón en mil pedazos. Se desenvolvió como profesional, en un destacado colegio y ayudó a formar a decenas de niños. También ejerció su consulta particular y sobre todo, brilló como una mujer integral al servicio de su Iglesia cristiana. Con los años, las pruebas y la entrega a Dios, mi amiga creció ¡tanto! se hizo grande en espíritu, bondad y sabiduría.

Para mi fortuna, mi casa siempre fue la suya y en sus viajes a Bogotá podíamos disfrutar de su presencia y compañía. Mis hijos la amaban tanto como yo. Nunca supo viajar ligera, así fuera por un fin de semana llegaba cargada de una maletota llena de carteritas y bolsitas para todo, y ropa para el frío. Ella fue amplia en repartir amor, consejo, oración y consuelo a todo aquel que estuvo en sus manos.

Sus amigas tuvimos además el privilegio de recibir de ella siempre algún extracto o trozo de la palabra de Dios que compartía con serenidad y oportunidad.

Tenía la risa más contagiosa y la sonrisa más linda y sincera del mundo. Ella se presentaba como Angela María, yo le decía Angie o amiguita, y en chanza, siempre para hacerla reir, aún le llamo: Panchelita de mi amor.  



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