Como dice el refrán "Uno hace planes y Dios se ríe". Hace tres años, en enero de 2022, planeé un viaje a Italia con mi mejor amiga. La idea era encontrarnos en Madrid y luego viajar a Roma y a Cerdeña, su lugar de residencia. Pero por cosas de la vida y del covid, que todavía entonces hacía estragos, nuestros planes se arruinaron. Mi amiga no pudo salir de la isla por miedo a que restringieran la entrada por cuenta de un nuevo brote del virus, y aquel viaje que iba a hacer en su compañía por Italia, terminé haciéndolo sola por España. No estuvo nada mal pero el sueño de conocer Roma había quedado en pausa.
Para inicios de este 2025 programé un viaje a Madrid a visitar a mi hija, y ella, que conoce bien mi corazón, me regaló de cumpleaños un viaje a Roma para por fin conocerla y disfrutar con mi amiga. Esta vez todo se dio.
Llegué a Roma de madrugada y me encontré en el aeropuerto Fiumicino con Andrea. Parecía mentira. Salimos directo al hotel, ubicado muy cerca de la Piazza Barberini sobre la vía Sistina. Para subir a la habitación, debíamos tomar un viejo y lento ascensor que funcionaba a la perfección. Nuestro cuarto bautizado como Zebra room era moderno y cómodo. Con paredes empapeladas a blanco y negro y un balcón que daba a la calle.
El primer día mientras nos alistábamos para nuestro recorrido, tomamos café en el cuarto y salimos rumbo a ciudad del Vaticano. Nos fuimos en metro, pero antes, desayunamos en el bar White muy cerca del hotel, a donde no faltamos ni un solo día de nuestra estadía en la "Ciudad eterna". En Italia le llaman "bar" a cualquier café o restaurante casual. No necesariamente al sitio para beber licor y departir como lo llamamos nosotros en Colombia. En el White, trabajan meseros que hablan varios idiomas para atender la diversidad de turistas. A nosotras nos servía una joven cubana alta y amable que nos contó vivía en Roma ya hacía 18 años.
Me llamó la atención que los romanos acostumbran desayunar con algo dulce, lo más frecuente, un maritozzi, que es un pan brioche relleno de crema batida, eso el tradicional, pero además, los hay coronados con salsa de pistacho o de chocolate. Yo acostumbrada a lo salado, tomé la sugerencia de la mesera de probar la focaccia caliente con queso brie y prosciuto acompañada por supuesto de un auténtico capuchino.
Del Vaticano nos regresamos caminando, paramos a ver el Castillo de San Angelo, construido por el emperador Adriano en el 135 antes de Cristo. Nos tomamos fotos en los puentes a lo largo del río Tíber, visitamos el Panteón y Plaza Navona con su fuente de los cuatro ríos, espectacular y también Plaza de España.
Madrid en familia
El resto y la mayor parte de mi viaje estuve en Madrid en casa de mi hija y mi nuerita, lo que hizo que en esta ocasión viviera una experiencia distinta en la capital española. Ya no tanto en plan de turista sino más bien familiar. El hecho de no estar en un hotel sino en su piso y junto a nuestra perrita Fiona, marcó la diferencia.
Caminé por todo el barrio de Chamberi, dormí plácidamente sin preocupaciones, desayuné cada día mi pincho de tortilla de patata en un sitio distinto para compararlas. Le hice el desayuno a mi hija antes de irse al trabajo, les cociné comida árabe y hasta bollos. Paseabamos por las tardes y en las noches, no nos perdíamos la "Isla de los famosos", el reality de tve que está en boca de toda España.
Volví a caminar por la Gran vía, Argüelles, Trafalgar, la Plaza de España, el Paseo del Prado, los jardines del Palacio Real, recorrí los barrios de Malasaña, La Latina, fuimos a probar la tarta de queso de Alex Cordobes en Recoletos, y conocí el parque de la Quinta de los Molinos completamente florecido de almendros color rosa y blanco, que olían al paraíso.
En mis largas caminatas observé algo que no había visto en mis visitas anteriores, ahora, en algunos barrios madrileños es común ver banderas exhibidas en las ventanas de los edificios. Ví la tradicional amarilla y roja, la de la segunda República, la de la cruz de Borgoña, la del orgullo gay y también la feminista.
Sin conocer a fondo la razón de esta nueva tendencia, y a simple juicio de una observadora desprevenida como yo, me dio la impresión de que es una forma llamativa y fuerte de expresar posturas, posiciones y hasta territorialidad. Sería triste pensar que estas banderas estén demarcando espacios y divisiones, levantando más muros de intolerancia en épocas en que ya solo debería haber tiempo para ser felices.
Así lo fuimos el último día de mi estadía en Europa. Ya con la sombra de la despedida a cuestas, lo estiramos y gozamos tanto como se pudo. Invité a mis anfitrionas a cenar en La Barraca, un restaurante delicioso y tradicional de paella ubicado en el centro de la ciudad y de ahí salimos al cine a ver Cónclave en una sala solo para nosotras.
El adios fue triste como casi todos. Lloré sin ocultarme antes y durante el vuelo de regreso a Colombia. Dejé allá en la calle Donoso Cortés un pedazo de mi corazón. Ya se cumple un mes de mi regreso y agradezco cada minuto de este viaje soñado.
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